Las cantatas
de Häendel a Benjamin Britten le hacen pensar en el ballet. Pero no en un ballet de
tutú blanco. Cierra los ojos y la ve. Ella aparece de amarillo,
tiene los ojos color ámbar, el pelo oscuro, suelto, desprendido,
ligero. El vestido cae, se despliega, le recorre la piel y se
arremolina entre sus piernas. Le puede espiar las uñas, son
anaranjadas y cuando las eleva, las acompaña con sus pestañas.
Tiene unas gotitas doradas en la punta de los ojos. La mira otra vez,
bien de cerca, y le ve los labios apenas delineados. Sonríe cuando
tiene que inclinarse. Viene y se va. Ahora irrumpen las voces. Le
cantan y se queda arinconada escuchando. Le están describiendo su
historia. Y
ella me la quiere contar a mí. Me mira, está bailando para mí. Con
los brazos, contorneando sus manos.
Vuelve a abrir los ojos y la orquesta sigue ahí, la soprano continúa
cantando. Ella ya no baila en ese escenario. ¿A dónde se habrá
ido?
Afuera,
Apollonia camina rápido, a contracara del viento, descalza para
volverse algo más ligera. O quizás por la costumbre de bailar
apenas calzada. Piensa en Galatea, y en todas las nereidas, en las
ninfas. Siempre las imaginó como las bailarinas más perfectas:
naturaleza y movimiento. Puras, simples, sólo piel. Ella quisiera
ser así, volverse etérea.
Pero sus pies
siguen apretando el paso hasta por fin llegar al teatro. Se vuelve a
calzar y entra. Le indican que vaya al paradiso.
Escaleras. Ya puede escuchar la voz de la soprano. Las cortinas
todavía están algo abiertas. Se apresura a arreglarse el vestido y
estira todo el negro de su pelo sobre la espalda. Busca un espacio
donde ubicarse. Hay un lugar al lado de un muchacho apoyado contra la
pared.
Se acomodan
los dos. Benjamin cruza la pierna derecha por delante de la izquierda
para que ella tenga espacio para poder separar los pies y dejarse
caer hacia donde quiera. Apollonia mueve la cadera hacia su lado y
dobla el brazo derecho por detrás. Él le mira los pies, las puntas
hacia los costados, entonces la distingue: tiene
los pies de una bailarina.
Sube otra vez la mirada, recorriendo el contorno de su cuerpo, hasta
llegar a sus ojos. ¿Los habría cerrado antes o se sintió
avergonzada por él? Los hombros tienen un movimiento ligero que
desemboca en sus manos. Una
bailarina de cantatas, una bailarina barroca. Y
vuelve la mirada hacia la orquesta.
Ella trata de
no moverse demasiado, pero la música le recorre el cuerpo, tiene
ganas de soltarse a bailar. Apollonia, con los ojos apenas cerrados,
siente cómo el muchacho de al lado la está observando. Tiene la
mirada ajena sobre el cuerpo. Quisiera bailar para él. Pero ahora
sólo le puede regalar un suave desliz, siguendo el sonido de las
cuerdas del archilaúd. Hasta que, al sentir que él se vuelve hacia
su cara, decide cerrar un poco más los ojos. Su piel tirita. Pero la
mirada ajena se va, Apollonia respira aliviada y se queda observando
la orquesta, con un leve vaivén.
Después de
poco más de un hora, Benjamin piensa en Galatea, la nereida
siciliana, y sonríe al ver a su bailarina. Apollonia le devuelve el
movimiento de labios, algo tímida, dejando caer algunos cabellos
sobre su cara. Finalmente la invita a tomar algo. Ella asiente. Bajan
las escaleras, salen del teatro y comienzan a adentrarse en la
ciudad.
Caminan unas
cuadras, Benjamin sigue prendido de los pies de ella. También la
mira balanceando los brazos entre los pocos rayos de luz que todavía
resisten a la noche. Así va describiendo en su piel la tierra.
Apollonia es la figuración del vestir del suelo, los cabellos
todavía más negros. Sonríe y sus ojos se tornan amarillos, un
sutil brillo de sol. De a poco se van dejando absorber por el tibio
viento de domingo.
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