jueves, 22 de agosto de 2013

Rococó

Las cantatas de Häendel a Benjamin Britten le hacen pensar en el ballet. Pero no en un ballet de tutú blanco. Cierra los ojos y la ve. Ella aparece de amarillo, tiene los ojos color ámbar, el pelo oscuro, suelto, desprendido, ligero. El vestido cae, se despliega, le recorre la piel y se arremolina entre sus piernas. Le puede espiar las uñas, son anaranjadas y cuando las eleva, las acompaña con sus pestañas. Tiene unas gotitas doradas en la punta de los ojos. La mira otra vez, bien de cerca, y le ve los labios apenas delineados. Sonríe cuando tiene que inclinarse. Viene y se va. Ahora irrumpen las voces. Le cantan y se queda arinconada escuchando. Le están describiendo su historia. Y ella me la quiere contar a mí. Me mira, está bailando para mí. Con los brazos, contorneando sus manos. Vuelve a abrir los ojos y la orquesta sigue ahí, la soprano continúa cantando. Ella ya no baila en ese escenario. ¿A dónde se habrá ido?
Afuera, Apollonia camina rápido, a contracara del viento, descalza para volverse algo más ligera. O quizás por la costumbre de bailar apenas calzada. Piensa en Galatea, y en todas las nereidas, en las ninfas. Siempre las imaginó como las bailarinas más perfectas: naturaleza y movimiento. Puras, simples, sólo piel. Ella quisiera ser así, volverse etérea.
Pero sus pies siguen apretando el paso hasta por fin llegar al teatro. Se vuelve a calzar y entra. Le indican que vaya al paradiso. Escaleras. Ya puede escuchar la voz de la soprano. Las cortinas todavía están algo abiertas. Se apresura a arreglarse el vestido y estira todo el negro de su pelo sobre la espalda. Busca un espacio donde ubicarse. Hay un lugar al lado de un muchacho apoyado contra la pared.
Se acomodan los dos. Benjamin cruza la pierna derecha por delante de la izquierda para que ella tenga espacio para poder separar los pies y dejarse caer hacia donde quiera. Apollonia mueve la cadera hacia su lado y dobla el brazo derecho por detrás. Él le mira los pies, las puntas hacia los costados, entonces la distingue: tiene los pies de una bailarina. Sube otra vez la mirada, recorriendo el contorno de su cuerpo, hasta llegar a sus ojos. ¿Los habría cerrado antes o se sintió avergonzada por él? Los hombros tienen un movimiento ligero que desemboca en sus manos. Una bailarina de cantatas, una bailarina barroca. Y vuelve la mirada hacia la orquesta.
Ella trata de no moverse demasiado, pero la música le recorre el cuerpo, tiene ganas de soltarse a bailar. Apollonia, con los ojos apenas cerrados, siente cómo el muchacho de al lado la está observando. Tiene la mirada ajena sobre el cuerpo. Quisiera bailar para él. Pero ahora sólo le puede regalar un suave desliz, siguendo el sonido de las cuerdas del archilaúd. Hasta que, al sentir que él se vuelve hacia su cara, decide cerrar un poco más los ojos. Su piel tirita. Pero la mirada ajena se va, Apollonia respira aliviada y se queda observando la orquesta, con un leve vaivén.
Después de poco más de un hora, Benjamin piensa en Galatea, la nereida siciliana, y sonríe al ver a su bailarina. Apollonia le devuelve el movimiento de labios, algo tímida, dejando caer algunos cabellos sobre su cara. Finalmente la invita a tomar algo. Ella asiente. Bajan las escaleras, salen del teatro y comienzan a adentrarse en la ciudad.
Caminan unas cuadras, Benjamin sigue prendido de los pies de ella. También la mira balanceando los brazos entre los pocos rayos de luz que todavía resisten a la noche. Así va describiendo en su piel la tierra. Apollonia es la figuración del vestir del suelo, los cabellos todavía más negros. Sonríe y sus ojos se tornan amarillos, un sutil brillo de sol. De a poco se van dejando absorber por el tibio viento de domingo.



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botellas girando en un barril