jueves, 29 de agosto de 2013

Entre los árboles

Iba caminando por encima de las piedras. Eran de distintos colores, escalonadas entre hormigas. De mi mano transpiraba la piel de Nicolás. Andaba él con el entrecejo fruncido y se partía en cascaritas su labio inferior.
–No sé, no sé. –Repetía, nervioso.
–Nico, decime.
–No, no sé. A vos parece que no te molesta nada. Claro, la naturaleza, los pajaritos, bla, bla, bla, el Quijote.
–¿Ya empezamos, otra vez?
–Te digo que ese tipo nos está siguiendo... –Cuchicheaba.
Leónidas andaba con el gesto meticuloso, cargando la cámara y sus mil lentes, los de ella y los de él. Caminaba algo cojo por el peso que traía a cuestas. Mezclaba intriga y fisgoneo por cada detalle del paisaje. Vivo y muerto.
–¿Y qué tiene? ¿Le vas a decir que se vaya? El tipo es libre de hacer lo que quiera. Además, sólo está sacando fotos.
Puse la mirada curiosa, echándola disimuladamente hacia la copa de los árboles, escondiéndome entre ellos, pero dejando un pedacito del cuadro visual dedicado a Leónidas.
–De hecho me gustaría saber por qué saca tantas.
Mientras me hacía la distraída olvidé caminar derecho y me tropecé.
–¡Ay!
Leónidas me tanteaba las piernas.
–¿Estás bien?
De los muslos, escapó a mis ojos.
Entonces le pregunté por qué cargaba con tantas lentes. Me contó que cuando tenía doce años empezó a sacar fotos y los vidrios de las cámaras le habían empezado a atrofiar la vista. Se tuvo que operar de cataratas. Sus propios ojos se habían vuelto desesperados por el vidrio, y lo necesitaban dentro. Sin embargo, la operación fue una solución transitoria al problema porque para poder seguir viendo el mundo, necesitaba capturarlo a través de la fotografía.
Nicolás caminaba apartado, pero atento. Por lo menos ya no parecía tan reacio al contacto con Leónidas.
Le pregunté por sus fotos.
–¿Querés ver alguna en particular?
–No sé, la que quieras, la que te guste.
–Una noche soñé que vivía en Tokio. Fue un sueño muy visual, quería recordar cada detalle. Entonces me compré una cámara y la colgué sobre mi cama. Pero no volví a soñar con Tokio... Tratando de recuperarlo empecé a buscar japonesas y las retrataba. Cada una de ellas era una forma de ver la ciudad.
Sacó un monedero de cuerina. Me encanta cómo se siente la cuerina en la piel.
Luego me señaló el interior del monedero para que prestara atención a una foto en particular. Una chica. Tenía el tamaño de la yema de un dedo y parecía plastificada.
–Así les sacaba fotos.
Nicolás se detuvo.
–¿Y por qué de ese tamaño?
–Para que me entre todo Tokio en el cuerpo.
Me asomé un poco más, dentro del monedero. Había muchísimas fotos. Todas eran mujeres. Pero una sola tenía una sonrisa en el rostro. Se la señalé. Me mostró su pulgar y la tenía tatuada.
Mientras tomaba la foto entre mis manos me di cuenta de que tenía lastimada la muñeca.
No sé en qué momento habría pasado.
Nicolás parecía no querer caminar más, pero se acercó a ver la foto, y sin querer, mi rasguño.
–¿Eso con qué te lo hiciste? –Preguntaba, fastidioso.
Leónidas se encorvó y se limpió algo de saliva seca del pliegue izquierdo de sus labios.
–La foto debe haber sido.
–¿Qué? Ah, ¿tiene los bordes filosos o algo así? No parece. –Los miraba. Eran de color bordó, con puntitos negros. Me los acercaba cada vez más a la cara.
–¡Pará! –Nicolás rasqueteó mis manos y dejó caer la foto. Se empezaba a esparcir una mancha colorada entre la tierra. Un polvillo extraño y coloreado se levantaba alrededor de la imagen.
Leónidas, apresurado, estiró su figura y cubrió la fotografía con el resto de las imágenes. Después se agachó, amontonó un poco de tierra entre ellas, opacando las miradas de las orientales, y metió apresuradamente todas las fotos de nuevo dentro del monedero. Echando polvo entre las grietas de la cuerina se restableció. Y suspiró.
Nicolás me miró pidiendo a gritos despertar mis piernas para echarnos a correr. Eran apenas las siete de la tarde. Todavía faltaban dos horas más de luz.
–A mí me pasa lo mismo, Nico.
Y me miraba.
–Sí, cuando escribís es lo mismo. Las hojas también tienen el contorno filoso. ¿Nunca te cortaste con una hoja? –Y me esquivaba la mirada.
Pero Leónidas la desvió hacia mí junto con una mueca torcida.
Luego de dejar que se escondiera el sol un poco más, Nico le arrimó la voz a Leónidas para preguntarle en seco:
–¿Y por qué andás por acá?
Leónidas pareció no sorprenderse por la pregunta. Pero se detuvo para acomodarse la cámara y las lentes entre el brazo derecho y su pecho. Siguió su camino. Igual que nosotros, pero entre los árboles.
–Me parece que lo intimidaste. No podés ponerte a preguntarle cosas así de la nada. Lo asustaste.
–Ja. Yo soy el que asusta ahora.

 
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