Iba caminando
por encima de las piedras.
Eran de distintos
colores, escalonadas entre hormigas. De mi mano transpiraba la piel
de Nicolás. Andaba él con el entrecejo fruncido y se partía en
cascaritas
su labio inferior.
–No sé, no
sé. –Repetía, nervioso.
–Nico,
decime.
–No, no sé.
A vos parece que no te molesta nada. Claro, la naturaleza, los
pajaritos, bla,
bla, bla,
el Quijote.
–¿Ya
empezamos, otra vez?
–Te digo que
ese tipo nos está siguiendo... –Cuchicheaba.
Leónidas
andaba con el gesto meticuloso, cargando la cámara y sus mil lentes,
los de ella y los de él. Caminaba algo cojo por el peso que traía a
cuestas. Mezclaba intriga y fisgoneo por cada detalle del paisaje.
Vivo y muerto.
–¿Y qué
tiene? ¿Le vas a decir que se vaya? El tipo es libre de hacer lo que
quiera. Además, sólo está sacando fotos.
Puse la mirada
curiosa, echándola
disimuladamente
hacia la copa de los árboles, escondiéndome
entre ellos, pero dejando un pedacito
del cuadro visual dedicado a Leónidas.
–De hecho me
gustaría saber por qué saca tantas.
Mientras me
hacía la distraída olvidé caminar derecho y me tropecé.
–¡Ay!
Leónidas me
tanteaba las piernas.
–¿Estás
bien?
De los muslos,
escapó a mis ojos.
Entonces le
pregunté por qué cargaba con tantas lentes. Me contó que cuando
tenía doce años empezó a sacar fotos y los vidrios de las cámaras
le habían empezado a atrofiar la vista. Se tuvo que operar de
cataratas. Sus propios ojos se habían vuelto desesperados
por el vidrio, y
lo
necesitaban dentro. Sin embargo, la operación fue una solución
transitoria al problema porque para poder seguir viendo el mundo,
necesitaba capturarlo a través de la fotografía.
Nicolás
caminaba apartado, pero atento. Por lo menos ya no parecía tan
reacio al contacto con Leónidas.
Le pregunté
por sus fotos.
–¿Querés
ver alguna en particular?
–No sé, la
que quieras, la que te guste.
–Una noche
soñé que vivía en Tokio.
Fue un sueño muy visual, quería recordar cada detalle. Entonces me
compré una cámara y la colgué sobre mi cama. Pero no volví a
soñar con Tokio...
Tratando de recuperarlo
empecé a buscar japonesas y las retrataba. Cada una de ellas era una
forma de ver la ciudad.
Sacó un
monedero de cuerina.
Me encanta cómo se siente la cuerina en la piel.
Luego me
señaló el interior del monedero para que prestara atención a una
foto en particular. Una chica. Tenía el tamaño de la yema de un
dedo y parecía plastificada.
–Así les
sacaba fotos.
Nicolás se
detuvo.
–¿Y por qué
de ese tamaño?
–Para que me
entre todo Tokio
en el cuerpo.
Me asomé un
poco más, dentro del monedero. Había muchísimas
fotos. Todas eran mujeres. Pero una sola tenía una sonrisa en el
rostro. Se la señalé. Me mostró su pulgar y la tenía tatuada.
Mientras
tomaba la foto entre mis manos me di cuenta de que tenía lastimada
la muñeca.
No sé en qué
momento habría pasado.
Nicolás
parecía no querer caminar más, pero se acercó a ver la foto, y sin
querer, mi rasguño.
–¿Eso con
qué te lo hiciste? –Preguntaba, fastidioso.
Leónidas se
encorvó y se limpió algo de saliva seca del pliegue izquierdo de
sus labios.
–La foto
debe haber sido.
–¿Qué? Ah,
¿tiene los bordes filosos o algo así? No parece. –Los miraba.
Eran de color bordó, con puntitos negros. Me los acercaba cada vez
más a la cara.
–¡Pará!
–Nicolás rasqueteó mis manos y dejó caer la foto. Se empezaba a
esparcir una mancha colorada entre la tierra. Un polvillo extraño y
coloreado se levantaba alrededor de la imagen.
Leónidas,
apresurado, estiró su figura y cubrió la fotografía con el resto
de las imágenes. Después se agachó, amontonó un poco de tierra
entre ellas, opacando las miradas de las orientales, y metió
apresuradamente todas las fotos de nuevo dentro del monedero. Echando
polvo entre las grietas de la cuerina se restableció. Y suspiró.
Nicolás me
miró pidiendo a gritos despertar mis piernas para echarnos a correr.
Eran apenas las siete de la tarde. Todavía faltaban dos horas más
de luz.
–A mí me
pasa lo mismo, Nico.
Y me miraba.
–Sí, cuando
escribís es lo mismo. Las hojas también tienen el contorno filoso.
¿Nunca te cortaste con una hoja? –Y me esquivaba la mirada.
Pero Leónidas
la desvió hacia mí junto con una mueca torcida.
Luego de dejar
que se escondiera el sol un poco más, Nico le arrimó la voz a
Leónidas para preguntarle en seco:
–¿Y por qué
andás por acá?
Leónidas
pareció no sorprenderse por la pregunta. Pero se detuvo para
acomodarse la cámara y las lentes entre el brazo derecho y su pecho.
Siguió su camino. Igual que nosotros, pero entre los árboles.
–Me parece
que lo intimidaste. No podés ponerte a preguntarle cosas así de la
nada. Lo asustaste.
–Ja. Yo soy
el que asusta ahora.
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